Al celebrar la Misa Crismal hoy, Jueves Santo,
el Papa Francisco recordó a los sacerdotes que “si el Señor piensa y se
preocupa tanto en cómo podrá ayudarnos, es porque sabe que la tarea de
ungir al pueblo fiel es dura”.
El Pontífice habló del cansancio de este ministerio, que “es como el
incienso que sube silenciosamente” y pidió tener bien presente “que una
clave de la fecundidad sacerdotal está en el modo como descansamos y en
cómo sentimos que el Señor trata nuestro cansancio”. Además, reflexionó
sobre tres tipos de cansancio: el “cansancio de la gente”, el “cansancio
de los enemigos” y el “cansancio de uno mismo”.
A continuación, el texto completo de la homilía del Papa Francisco en la Misa Crismal de Jueves Santo:
«Lo sostendrá mi mano y le dará fortaleza mi brazo» (Sal 88,22), así
piensa el Señor cuando dice para sí: «He encontrado a David mi servidor y
con mi aceite santo lo he ungido» (v. 21). Así piensa nuestro Padre
cada vez que «encuentra» a un sacerdote. Y agrega más: «Contará con mi
amor y mi lealtad. Él me podrá decir: Tú eres mi padre, el Dios que me
protege y que me salva» (v. 25.27).
Es muy hermoso entrar, con el Salmista, en este soliloquio de nuestro
Dios. Él habla de nosotros, sus sacerdotes, sus curas; pero no es
realmente un soliloquio, no habla solo: es el Padre que le dice a Jesús:
«Tus amigos, los que te aman, me podrán decir de una manera especial:
”Tú eres mi Padre”» (cf. Jn 14,21). Y, si el Señor piensa y se preocupa
tanto en cómo podrá ayudarnos, es porque sabe que la tarea de ungir al
pueblo fiel no es fácil; nos lleva al cansancio y a la fatiga. Lo
experimentamos en todas sus formas: desde el cansancio habitual de la
tarea apostólica cotidiana hasta el de la enfermedad y la muerte e
incluso a la consumación en el martirio.
El cansancio de los sacerdotes... ¿Saben cuántas veces pienso en esto:
en el cansancio de todos ustedes? Pienso mucho y ruego a menudo,
especialmente cuando el cansado soy yo. Rezo por los que trabajan en
medio del pueblo fiel de Dios que les fue confiado, y muchos en lugares
muy abandonados y peligrosos. Y nuestro cansancio, queridos sacerdotes,
es como el incienso que sube silenciosamente al cielo (cf. Sal 140,2; Ap 8,3-4). Nuestro cansancio va directo al corazón del Padre.
Estén seguros que la Virgen María se da cuenta de este cansancio y se lo
hace notar enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe comprender cuándo
sus hijos están cansados y no se fija en nada más. «Bienvenido.
Descansa, hijo mío. Después hablaremos... ¿No estoy yo aquí, que soy tu
Madre?», nos dirá siempre que nos acerquemos a Ella (cf. Evangelii
gaudium, 28,6). Y a su Hijo le dirá, como en Caná: «No tienen vino».
Sucede también que, cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos
puede venir la tentación de descansar de cualquier manera, como si el
descanso no fuera una cosa de Dios. No caigamos en esta tentación.
Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de Jesús, que nos acoge y nos pone
de pie: «Vengan a mí cuando estén cansados y agobiados, que yo los
aliviaré» (Mt 11,28).
Cuando uno sabe que, muerto de cansancio, puede postrarse en adoración,
decir: «Basta por hoy, Señor», y claudicar ante el Padre; uno sabe
también que no se hunde sino que se renueva porque, al que ha ungido con
óleo de alegría al pueblo fiel de Dios, el Señor también lo unge, «le
cambia su ceniza en diadema, sus lágrimas en aceite perfumado de
alegría, su abatimiento en cánticos» (Is 61,3).
Tengamos bien presente que una clave de la fecundidad sacerdotal está en
el modo como descansamos y en cómo sentimos que el Señor trata nuestro
cansancio. ¡Qué difícil es aprender a descansar! En esto se juega
nuestra confianza y nuestro recordar que también somos ovejas y también
necesitamos del pastor, que nos ayude. Pueden ayudarnos algunas
preguntas a este respecto.
¿Sé descansar recibiendo el amor, la gratitud y todo el cariño que me da
el pueblo fiel de Dios? O, luego del trabajo pastoral, ¿busco descansos
más refinados, no los de los pobres sino los que ofrece el mundo del
consumo? ¿El Espíritu Santo es verdaderamente para mí «descanso en el
trabajo» o sólo aquel que me da trabajo? ¿Sé pedir ayuda a algún
sacerdote sabio? ¿Sé descansar de mí mismo, de mi auto-exigencia, de mi
auto-complacencia, de mi auto-referencialidad? ¿Sé conversar con Jesús,
con el Padre, con la Virgen y San José, con mis santos protectores
amigos para reposarme en sus exigencias – que son suaves y ligeras –,
en sus complacencias – a ellos les agrada estar en mi compañía –, en sus
intereses y referencias – a ellos sólo les interesa la mayor gloria de
Dios –?
¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del Señor? ¿Argumento y
maquino yo solo, rumiando una y otra vez mi defensa, o me confío al
Espíritu Santo que me enseña lo que tengo que decir en cada ocasión? ¿Me
preocupo y me angustio excesivamente o, como Pablo, encuentro descanso
diciendo: «Sé en Quién me he confiado»(2 Tm 1,12)?
Repasemos un momento, brevemente, las tareas de los sacerdotes que hoy
nos proclama la liturgia: llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar
la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a
los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega:
curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos.
No son tareas fáciles, no son tareas exteriores, como por ejemplo el
manejo de cosas – construir un nuevo salón parroquial, o delinear una
cancha de fútbol para los jóvenes del Oratorio... –; las tareas
mencionadas por Jesús implican nuestra capacidad de compasión, son
tareas en las que nuestro corazón es «movido» y conmovido. Nos alegramos
con los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar;
acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio
y a las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en la cama
del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido... Tantas
emociones… Si nosotros tenemos el corazón abierto, esta emoción y tanto
afecto, fatigan el corazón del Pastor.
Para nosotros sacerdotes las historias de nuestra gente no son un
noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que
les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al
padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil
pedacitos, y es conmovido y hasta parece comido por la gente: «Tomen,
coman». Esa es la palabra que musita constantemente el sacerdote de
Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel: «Tomen y coman, tomen y
beban...». Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios... que siempre, siempre cansa.
Quisiera ahora compartir con ustedes algunos cansancios en los que he meditado.
Está el que podemos llamar «el cansancio de la gente, el cansancio de las multitudes»: para el Señor, como para nosotros, era agotador – lo dice el evangelio –, pero es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo seguía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se entusiasmaban con el Rabí..., no le dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se renovaba (cf. Evangelii gaudium, 11).
Este cansancio en medio de nuestra actividad suele ser una gracia que
está al alcance de la mano de todos nosotros, sacerdotes (cf. ibíd.,
279). ¡Qué bueno es esto: la gente ama, quiere y necesita a sus
pastores! El pueblo fiel no nos deja sin tarea directa, salvo que uno se
esconda en una oficina o ande por la ciudad en un auto con vidrios
polarizados. Y este cansancio es bueno, es un cansancio sano. Es el
cansancio del sacerdote con olor a oveja..., pero con la sonrisa de papá
que contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños. Nada que ver con
esos que huelen a perfume caro y te miran de lejos y desde arriba (cf.
ibíd., 97).
Somos los amigos del Novio, esa es nuestra alegría. Si Jesús está
pastoreando en medio de nosotros, no podemos ser pastores con cara de
vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores aburridos. Olor a oveja y
sonrisa de padres... Sí, bien cansados, pero con la alegría de los que
escuchan a su Señor decir: «Vengan a mí, benditos de mi Padre» (Mt
25,34).
También se da lo que podemos llamar «el cansancio de los enemigos». El demonio y sus secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la Palabra, trabajan incansablemente para acallarla o tergiversarla. Aquí el cansancio de enfrentarlos es más arduo. No sólo se trata de hacer el bien, con toda la fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y defenderse uno mismo contra el mal (cf. Evangelii gaudium, 83).
El maligno es más astuto que nosotros y es capaz de tirar abajo en un
momento lo que construimos con paciencia durante largo tiempo. Aquí
necesitamos pedir la gracia de aprender a neutralizar – es un hábito
importante: aprender a neutralizar – : neutralizar el mal, no arrancar
la cizaña, no pretender defender como superhombres lo que sólo el Señor
tiene que defender. Todo esto ayuda a no bajar los brazos ante la
espesura de la iniquidad, ante la burla de los malvados. La palabra del
Señor para estas situaciones de cansancio es: «No teman, yo he vencido
al mundo» (Jn 16,33). Y esta palabra nos dará fuerza.
Y por último – último para que esta homilía no los canse demasiado –
está también «el cansancio de uno mismo» (cf. Evangelii gaudium, 277).
Es quizás el más peligroso. Porque los otros dos provienen de estar
expuestos, de salir de nosotros mismos a ungir y a pelear (somos los que
cuidamos).
En cambio, este cansancio, es más auto-referencial; es la desilusión de
uno mismo pero no mirada de frente, con la serena alegría del que se
descubre pecador y necesitado de perdón, de ayuda: este pide ayuda y va
adelante. Se trata del cansancio que da el «querer y no querer», el
haberse jugado todo y después añorar los ajos y las cebollas de Egipto,
el jugar con la ilusión de ser otra cosa. A este cansancio, me gusta
llamarlo «coquetear con la mundanidad espiritual».
Y, cuando uno se queda solo, se da cuenta de que grandes sectores de la
vida quedaron impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la
impresión de que ningún baño la puede limpiar. Aquí sí puede haber
cansancio malo. La palabra del Apocalipsis nos indica la causa de este
cansancio: «Has sufrido, has sido perseverante, has trabajado arduamente
por amor de mi nombre y no has desmayado. Pero tengo contra ti que has
dejado tu primer amor» (2,3-4). Sólo el amor descansa. Lo que no se ama
cansa mal y, a la larga, cansa peor.
La imagen más honda y misteriosa de cómo trata el Señor nuestro cansancio pastoral es aquella del que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1): la escena del lavatorio de los pies. Me gusta contemplarla como el lavatorio del seguimiento. El Señor purifica el seguimiento mismo, él se «involucra» con nosotros (cf. Evangelii gaudium, 24), se encarga en persona de limpiar toda mancha, ese mundano smog untuoso que se nos pegó en el camino que hemos hecho en su nombre.
Sabemos que en los pies se puede ver cómo anda todo nuestro cuerpo. En
el modo de seguir al Señor se expresa cómo anda nuestro corazón. Las
llagas de los pies, las torceduras y el cansancio son signo de cómo lo
hemos seguido, por qué caminos nos metimos buscando a sus ovejas
perdidas, tratando de llevar el rebaño a las verdes praderas y a las
fuentes tranquilas (cf. ibíd. 270). El Señor nos lava y purifica de todo
lo que se ha acumulado en nuestros pies por seguirlo. Y Esto es
sagrado. No permite que quede manchado. Así como las heridas de guerra
él las besa, la suciedad del trabajo él la lava.
El seguimiento de Jesús es lavado por el mismo Señor para que nos
sintamos con derecho a estar «alegres», «plenos», «sin temores ni
culpas» y nos animemos así a salir e ir «hasta los confines del mundo, a
todas las periferias», a llevar esta buena noticia a los más
abandonados, sabiendo que él está con nosotros, todos los días, hasta el
fin del mundo» (cf. Mt 28,21). Y por favor, pidamos la gracia de
aprender a estar cansados, pero ¡bien cansados!
(Fuente)
El lugar en el que el Papa Francisco celebrará el Jueves Santo se ha
convertido en una de las informaciones más esperadas. La Santa Sede
acaba de anunciar que el próximo 2 de abril, el Santo Padre acudirá al
Nuevo Complejo Penitenciario de Rebibbia (en la periferia de Roma) para
encontrarse con los detenidos.
A las 17:30 horas, en la iglesia Padre Nuestro, el Pontífice
celebrará la Misa de la Cena del Señor durante la cual lavará los pies a
hombres y mujeres detenidos del cercano Penitenciario femenino.
El año pasado, en abril de 2014, celebró la Misa de la Cena del Señor
junto a ancianos y personas con discapacidad en el Centro Santa María
de la Providencia de Roma.
Un año antes, y apenas unos días después de su elección como nuevo
Pontífice de la Iglesia, Francisco celebró su primer Jueves Santo en el
Centro Penitenciario para Menores "Casal del Marmo", en Roma.
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