Prólogo
Dios es la más abrumadora de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido
tan ensuciada, tan desgarrada. Precisamente por eso no puedo renunciar a
ella. Generaciones de hombres han descargado sobre esa palabra el peso
de sus vidas angustiadas y la han abatido hasta dar con ella en el
suelo… Las razas humanas, con sus escisiones religiosas, han desgarrado
esa palabra; han matado por ella y han muerto por ella... ¿Dónde podría
encontrar una palabra parecida para expresar lo supremo? Si eligiera el
concepto más puro y resplandeciente de la recóndita cámara de los
tesoros de los filósofos, sólo podría recoger en él una imagen
conceptual sin compromisos, pero no la presencia de aquél a quien las
generaciones humanas han venerado o humillado con sus pavorosas vidas y
muertes… Aquél a quien aluden las generaciones de los hombres que con
tormentos infernales golpean las puertas del cielo…, dibujan caricaturas
y escriben debajo «Dios». Se asesinan unos a otros y dicen: «en nombre de Dios».
Pero cuando todo
desvarío y todo engaño se desvanece, cuando se enfrentan a él en la
aislada oscuridad y ya no dicen «él, él», sino que suspiran «tú, tú»,
cuando gritan «tú», cuando todos ellos dicen esa misma palabra y añaden
luego «Dios» ¿no es el verdadero Dios aquél a quien invocan, el único
Viviente, el Dios de los hijos de los hombres?¿No es Él acaso el que
escucha y presta oído atento? Y sólo por eso ¿no es precisamente la
palabra Dios, la palabra de la invocación, la palabra convertida en
nombre consagrado para siempre en todos los idiomas humanos? Debemos
estimar a los que la evitan porque se rebelan contra la injusticia y la
arbitrariedad, tan prontamente remitidas a Dios en busca de su
autorización. Pero no podemos renunciar a ella... No podemos limpiar la
palabra Dios y devolverle su integridad. Pero sí podemos, manchada y
desgarrada como está, alzar esa palabra del suelo y enarbolarla sobre
una hora de máxima zozobra.
Martín BuBeR, Eclipse de Dios, Buenos Aires 1984, págs. 13-14
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