La Curia Romana y el Cuerpo de Cristo
«Tú estás sobre los Querubines,
tú que has cambiado la miserable condición del mundo cuando te has hecho como uno de nosotros»
(san Atanasio).
Queridos Hermanos
Al final del Adviento, nos reunimos para los tradicionales saludos.
En unos días tendremos la alegría de celebrar la Natividad del Señor; el
evento de Dios que se hizo hombre para salvar a los hombres; la
manifestación del amor de Dios, que no se limita a darnos algo y
enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino que se entrega a sí
mismo; el misterio de Dios que toma sobre sí nuestra condición humana y
nuestros pecados para revelarnos su vida divina, su inmensa gracia y su
perdón gratuito. Es la cita con Dios, que nace en la pobreza de la gruta
de Belén para enseñarnos el poder de la humildad. En efecto, la Navidad
es también la fiesta de la luz que no es recibida por la gente
«selecta», sino por los pobres y sencillos que esperaban la salvación
del Señor.
En primer lugar, quisiera desearos a todos vosotros – colaboradores,
hermanos y hermanas, Representantes pontificios esparcidos por el mundo –
y a todos vuestros seres queridos una santa Navidad y un feliz Año
Nuevo. Deseo agradeceros cordialmente vuestro compromiso cotidiano al
servicio de la Santa Sede, de la Iglesia Católica, de las Iglesias
particulares y del Sucesor de Pedro.
Puesto que somos personas, y no sólo números o títulos, recuerdo
particularmente a los que durante este año han terminado su servicio,
por razones de edad, por haber asumido otros encargos o porque han sido
llamados a la casa del Padre. También para todos ellos y sus familiares,
mi recuerdo y gratitud.
Con vosotros, quiero elevar un profunda y sentida acción de gracias
al Señor por el año que nos está dejando, por los acontecimientos
vividos y todo el bien que él ha querido hacer con generosidad a través
del servicio de la Santa Sede, pidiendo humildemente perdón por las
faltas cometidas «de pensamiento, palabra, obra y omisión».
A partir precisamente de esta petición de perdón, quisiera que este
encuentro, y las reflexiones que compartiré con vosotros, fueran para
todos nosotros un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de
conciencia y preparar nuestro corazón para la santa Navidad.
Pensando en este encuentro, me ha venido a la mente la imagen de la
Iglesia como Cuerpo Místico de Jesucristo. Es una expresión que, como
explicó el Papa Pío XII, «brota y aun germina de todo lo que en las
Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres
frecuentemente se enseña».[1]
A este respecto, san Pablo escribió: «Pues, lo mismo que el cuerpo es
uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de
ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo» (1 Co 12,12).[2]
En este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda que «en la
construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de
funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las
necesidades de los ministerios (cf. 1 Co 12,1-11), distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia».[3] «Cristo y la Iglesia son por tanto el “Cristo total”, Christus Totus. La Iglesia es una con Cristo».[4]
Es bello pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo de la
Iglesia, es decir, como un «cuerpo» que trata seria y cotidianamente de
ser más vivo, más sano, más armonioso y más unido en sí mismo y con
Cristo.
En realidad, la Curia Romana es un organismo complejo, compuesto por
muchas Congregaciones, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y
numerosos elementos que no todos tienen el mismo cometido, pero que se
coordinan para su funcionamiento eficaz, edificante, disciplinado y
ejemplar, no obstante la diversidad cultural, lingüística y nacional de
sus miembros.[5]
En todo caso, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no puede vivir sin
alimentarse y cuidarse. En efecto, la Curia – como la Iglesia – no puede
vivir sin tener una relación vital, personal, auténtica y sólida con
Cristo.[6]
Un miembro de la Curia que no se alimenta diariamente con esa comida se
convertirá en un burócrata (un formalista, un funcionario, un mero
empleado): un sarmiento que se marchita y poco a poco muere y se le
corta. La oración cotidiana, la participación asidua en los sacramentos,
especialmente en la Eucaristía y la Reconciliación, el contacto diario
con la Palabra de Dios y la espiritualidad traducida en la caridad
vivida, son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que nos resulte
claro a todos que, sin él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5).
Por tanto, la relación viva con Dios alimenta y refuerza también la
comunión con los demás; es decir, cuanto más estrechamente estamos
unidos a Dios, más unidos estamos entre nosotros, porque el Espíritu de Dios une y el espíritu del maligno divide.
La Curia está llamada a mejorarse, a mejorarse siempre y a crecer en comunión, santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión.[7]
Sin embargo, como todo cuerpo, como todo cuerpo humano, también está
expuesta a los males, al mal funcionamiento, a la enfermedad. Y aquí
quisiera mencionar algunos de estos posibles males, males curiales. Son
males más habituales en nuestra vida de Curia. Son enfermedades y
tentaciones que debilitan nuestro servicio al Señor. Creo que nos puede
ayudar el «catálogo» de los males – siguiendo a los Padres del Desierto,
que hacían aquellos catálogos – de los que hoy hablamos: nos ayudará a
prepararnos al Sacramento de la Reconciliación, que será un gran paso
para que todos nosotros nos preparemos para la Navidad.
1. El mal de sentirse «inmortal», «inmune», e incluso
«indispensable», descuidando los controles necesarios y normales. Una
Curia que no se autocritica, que no se actualiza, que no busca
mejorarse, es un cuerpo enfermo. Una simple visita a los cementerios
podría ayudarnos a ver los nombres de tantas personas, alguna de las
cuales pensaba quizás ser inmortal, inmune e indispensable. Es el mal
del rico insensato del evangelio, que pensaba vivir eternamente (cf. Lc
12,13-21), y también de aquellos que se convierten en amos, y se
sienten superiores a todos, y no al servicio de todos. Esta enfermedad
se deriva a menudo de la patología del poder, del «complejo de
elegidos», del narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y no
ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros, especialmente
de los más débiles y necesitados.[8]
El antídoto contra esta epidemia es la gracia de sentirse pecadores y
decir de todo corazón: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que
teníamos que hacer» (Lc 17,10).
2. Otro: El mal de «martalismo» (que viene de Marta), de la excesiva
laboriosidad, es decir, el de aquellos enfrascados en el trabajo,
dejando de lado, inevitablemente, «la mejor parte»: el estar sentados a
los pies de Jesús (cf. Lc 10,38-42). Por eso, Jesús llamó a sus discípulos a «descansar un poco» (Mc
6,31), porque descuidar el necesario descanso conduce al estrés y la
agitación. Un tiempo de reposo, para quien ha completado su misión, es
necesario, obligado, y debe ser vivido en serio: en pasar algún tiempo
con la familia y respetar las vacaciones como un momento de recarga
espiritual y física; hay que aprender lo que enseña el Eclesiastés:
«Todo tiene su tiempo, cada cosa su momento» (3,1).
3. También existe el mal de la «petrificación» mental y espiritual,
es decir, el de aquellos que tienen un corazón de piedra y son «duros de
cerviz» (Hch 7,51); de los que, a lo largo del camino, pierden
la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden detrás
de los papeles, convirtiéndose en «máquinas de legajos», en vez de en
«hombres de Dios» (cf. Hb 3,12). Es peligroso perder la
sensibilidad humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran y
alegrarnos con quienes se alegran. Es la enfermedad de quien pierde «los
sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5), porque su
corazón, con el paso del tiempo, se endurece y se hace incapaz de amar
incondicionalmente al Padre y al prójimo (cf. Mt 22,34-40). Ser cristiano, en efecto, significa tener «los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5), sentimientos de humildad y entrega, de desprendimiento y generosidad.[9]
4. El mal de la planificación excesiva y el funcionalismo. Cuando el
apóstol programa todo minuciosamente y cree que, con una perfecta
planificación, las cosas progresan efectivamente, se convierte en un
contable o gestor. Es necesario preparar todo bien, pero sin caer nunca
en la tentación de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu
Santo, que sigue siendo más grande, más generoso que todos los planes
humanos (cf. Jn 3,8). Se cae en esta enfermedad porque «siempre
es más fácil y cómodo instalarse en las propias posiciones estáticas e
inamovibles. En realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo
en la medida en que no pretende regularlo ni domesticarlo... –
¡domesticar al espíritu Santo! –, él es frescura, fantasía, novedad».[10]
5. El mal de una falta de coordinación. Cuando los miembros pierden
la comunión entre ellos, el cuerpo pierde su armoniosa funcionalidad y
su templanza, convirtiéndose en una orquesta que produce ruido, porque
sus miembros no cooperan y no viven el espíritu de comunión y de equipo.
Como cuando el pie dice al brazo: «No te necesito», o la mano a la
cabeza: «Yo soy la que mando», causando así malestar y escándalo.
6. También existe la enfermedad del «Alzheimer espiritual», es decir,
el olvido de la «historia de la salvación», de la historia personal con
el Señor, del «primer amor» (Ap 2,4). Es una disminución
progresiva de las facultades espirituales que, en un período de tiempo
más largo o más corto, causa una grave discapacidad de la persona, por
lo que se hace incapaz de llevar a cabo cualquier actividad autónoma,
viviendo un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a menudo
imaginaria. Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro
con el Señor; en los que no tienen sentido «deuteronómico» de la vida;
en los que dependen completamente de su presente, de sus pasiones,
caprichos y manías; en los que construyen muros y costumbres en torno a
sí, haciéndose cada vez más esclavos de los ídolos que han fraguado con
sus propias manos.
7. El mal de la rivalidad y la vanagloria.[11]
Es cuando la apariencia, el color de los atuendos y las insignias de
honor se convierten en el objetivo principal de la vida, olvidando las
palabras de san Pablo: «No obréis por vanidad ni por ostentación,
considerando a los demás por la humildad como superiores. No os
encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los
demás» (Flp 2,3-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y
mujeres falsos, y vivir un falso «misticismo» y un falso «quietismo».
El mismo san Pablo los define «enemigos de la cruz de Cristo», porque su
gloria «está en su vergüenza; y no piensan más que en las cosas de la
tierra» (Flp 3,18.19).
8. El mal de la esquizofrenia existencial. Es la enfermedad de quien
tiene una doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y
del progresivo vacío espiritual, que grados o títulos académicos no
pueden colmar. Es una enfermedad que afecta a menudo a quien,
abandonando el servicio pastoral, se limita a los asuntos burocráticos,
perdiendo así el contacto con la realidad, con las personas concretas.
De este modo, crea su mundo paralelo, donde deja de lado todo lo que
enseña severamente a los demás y comienza a vivir una vida oculta y con
frecuencia disoluta. Para este mal gravísimo, la conversión es más bien
urgente e indispensable (cf. Lc 15,11-32).
9. El mal de la cháchara, de la murmuración y del cotilleo. De esta
enfermedad ya he hablado muchas veces, pero nunca será bastante. Es una
enfermedad grave, que tal vez comienza simplemente por charlar, pero que
luego se va apoderando de la persona hasta convertirla en «sembradora
de cizaña» (como Satanás), y muchas veces en «homicida a sangre fría» de
la fama de sus propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de los
bellacos, que, no teniendo valor para hablar directamente, hablan a sus
espaldas. San Pablo nos amonesta: «Hacedlo todo sin murmuraciones ni
discusiones, para ser irreprensibles e inocentes» (cf. Flp 2,14-18). Hermanos, ¡guardémonos del terrorismo de las habladurías!
10. El mal de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes
cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son
víctimas del arribismo y el oportunismo, honran a las personas y no a
Dios (cf. Mt 23,8-12). Son personas que viven el servicio
pensando sólo en lo que pueden conseguir y no en lo que deben dar. Son
seres mezquinos, infelices e inspirados únicamente por su egoísmo fatal
(cf. Ga 5,16-25). Este mal también puede afectar a los
superiores, cuando halagan a algunos colaboradores para conseguir su
sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es
una auténtica complicidad.
11. El mal de la indiferencia hacia los demás. Se da cuando cada uno
piensa sólo en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las
relaciones humanas. Cuando el más experto no pone su saber al servicio
de los colegas con menos experiencia. Cuando se tiene conocimiento de
algo y lo retiene para sí, en lugar de compartirlo positivamente con los
demás. Cuando, por celos o pillería, se alegra de la caída del otro, en
vez de levantarlo y animarlo.
12. El mal de la cara fúnebre. Es decir, el de las personas rudas y
sombrías, que creen que, para ser serias, es preciso untarse la cara de
melancolía, de severidad, y tratar a los otros – especialmente a los que
considera inferiores – con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad,
la severidad teatral y el pesimismo estéril[12]
son frecuentemente síntomas de miedo e inseguridad de sí mismos. El
apóstol debe esforzarse por ser una persona educada, serena, entusiasta y
alegre, que transmite alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios
es un corazón feliz que irradia y contagia la alegría a cuantos están a
su alrededor: se le nota a simple vista. No perdamos, pues, ese
espíritu alegre, lleno de humor, e incluso autoirónico, que nos hace
personas afables, aun en situaciones difíciles.[13] ¡Cuánto bien hace una buena dosis de humorismo! Nos hará bien recitar a menudo la oración de santo Tomás Moro:[14] yo la rezo todos los días, me va bien.
«Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir. Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para
mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es
bueno y puro, para que no se asuste ante el mal, sino que encuentre el
modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma que no
conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos,
y no permitas que sufra excesivamente por ese ser tan dominante que se
llama “Yo”. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de
comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y
pueda comunicársela a los demás. Así sea».
santo Tomás Moro
13. El mal de acumular: se produce cuando el apóstol busca colmar un
vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por
necesidad, sino sólo para sentirse seguro. En realidad, no podremos
llevarnos nada material con nosotros, porque «el sudario no tiene
bolsillos», y todos nuestros tesoros terrenos – aunque sean regalos –
nunca podrán llenar ese vacío, es más, lo harán cada vez más exigente y
profundo. A estas personas el Señor les repite: «Tú dices: Soy rico; me
he enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que eres un
desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo... Sé, pues,
ferviente y arrepiéntete» (Ap 3,17-19). La acumulación solamente
hace más pesado el camino y lo frena inexorablemente. Me viene a la
mente una anécdota: en tiempos pasados, los jesuitas españoles
describían la Compañía de Jesús como la «caballería ligera de la
Iglesia». Recuerdo el traslado de un joven jesuita, que mientras cargaba
en un camión sus numerosos haberes: maletas, libros, objetos y regalos,
oyó decir a un viejo jesuita de sabia sonrisa que lo estaba observando:
«¿Y esta sería la “caballería ligera” de la Iglesia?». Nuestros
traslados son una muestra de esta enfermedad.
14. El mal de los círculos cerrados, donde la pertenencia al grupo se
hace más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones,
a Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre con buenas
intenciones, pero con el paso del tiempo esclaviza a los miembros,
convirtiéndose en un cáncer que amenaza la armonía del Cuerpo y causa
tantos males – escándalos – especialmente a nuestros hermanos más
pequeños. La autodestrucción o el «fuego amigo» de los camaradas es el
peligro más engañoso.[15] Es el mal que ataca desde dentro;[16] es, como dice Cristo, «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado» (Lc 11,17).
15. Y el último: el mal de la ganancia mundana y del exhibicionismo,[17]
cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en
mercancía para obtener beneficios mundanos o más poder. Es la enfermedad
de las personas que buscan insaciablemente multiplicar poderes y, para
ello, son capaces de calumniar, difamar y desacreditar a los otros,
incluso en los periódicos y en las revistas. Naturalmente para exhibirse
y mostrar que son más entendidos que los otros. También esta enfermedad
hace mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el
uso de cualquier medio con tal de conseguir dicho objetivo, con
frecuencia ¡en nombre de la justicia y la transparencia! Y aquí me viene
a la mente el recuerdo de un sacerdote que llamaba a los periodistas
para contarles – e inventar – asuntos privados y reservados de sus
hermanos y parroquianos. Para él solamente contaba aparecer en las
primeras páginas, porque así se sentía «poderoso y atractivo», causando
mucho mal a los otros y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estos males y estas tentaciones son naturalmente un peligro
para todo cristiano y para toda curia, comunidad, congregación,
parroquia, movimiento eclesial, y pueden afectar tanto en el plano
individual como en el comunitario.
Es preciso aclarar que corresponde solamente al Espíritu Santo – el
alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo
Niceo-Constantinopolitano: «Creo… en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida» – curar toda enfermedad. Es el Espíritu Santo el que sostiene
todo esfuerzo sincero de purificación y toda buena voluntad de
conversión. Es él quien nos hace comprender que cada miembro participa
en la santificación del cuerpo y también en su decaimiento. Él es el
promotor de la armonía:[18] «Ipse harmonia est»,
afirma san Basilio. Y san Agustín nos dice: «Mientras cualquier miembro
permanece unido al cuerpo, queda la esperanza de salvarle; una vez
amputado, no hay remedio que lo sane».[19]
La curación es también fruto del tener conciencia de la enfermedad, y
de la decisión personal y comunitaria de curarse, soportando
pacientemente y con perseverancia la cura.[20]
Así, pues, estamos llamados – en este tiempo de Navidad y durante
todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia – a vivir
«siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la
Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por
medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la
actividad propia de cada una de las partes, realizando así el
crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,15-16).
Queridos hermanos:
Una vez leí que los sacerdotes son como los aviones: únicamente son
noticia cuando caen, aunque son tantos los que vuelan. Muchos critican y
pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y también muy
verdadera, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro
servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar a todo el cuerpo de la
Iglesia un solo sacerdote que «cae».
Por tanto, para no caer en estos días en los que nos preparamos a la
Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la
Iglesia, que cure las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva
en su corazón, y que sostenga a la Iglesia y a la Curia para que se
mantengan sanas y sean sanadoras; santas y santificadoras, para gloria
del su Hijo y la salvación nuestra y del mundo entero. Pidámosle que nos
haga amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro
Señor, y nos dé valor para reconocernos pecadores y necesitados de su
misericordia, sin miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos
maternales.
Feliz Navidad a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros
colaboradores. Y, por favor, ¡no olvidéis rezar por mí! Gracias de todo
corazón.
papa Francisco
(Fuente)
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